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POÉTICAS TRABAJADORAS

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Por: Beatríz Zuru – Columnista

 

 

CHANGARINA

                                            A Guevara, la perra revolucionaria, ella se merecía todo.

                                             A mi cielo de Van Gogh, en nuestro decenio: sos mi pan

 

“Panchita no, qué boluda, cualquiera soy”. No se explicaba muy bien por qué “Panchita” estaba mal. Pero Érika se detuvo un momento con las manos mojadas en la mesada y el surtidor vomitando con furia. Se dio cuenta y se enojó. Era porque le hacía acordar al papa. Una profesora de la escuela les decía que había que rezar mucho por este santo nuevo en el cielo y en la tierra. Pero como dejó la escuela y la política le importa una nada, Erika limpió ese recuerdo y siguió llenando la olla. A veces trataba de fregar recuerdos para hacerlos desaparecer. Alguien se lo había enseñado: agua caliente y jabón sacan cualquier manchón.

Pero había un pedazo de memoria que siempre la agarraba del pelo: “Tragateló nenita, dale, tragateló”. Cuando empezó a ir a esa casa, Érika no sabía por qué debía ocultar las mugres del viejo si de todos modos siempre le limpiaba la pieza. Hoy tocaba el baño. Eso era lo peor. Porque la enfermera de la noche lo dejaba cagado y parece que al limpiarlo se le paraba. “Panchita… Solo a mí se me ocurre, qué tipa huevona”. Y prendió la hornalla.

“Panchi, Panchita, vení”. Había aprendido, por sus hermanos, que con los cachorritos hay una receta perfecta: baño, comida, cama. Pero hay días que los cachorros chillan y una no tiene cómo hacer. Pero Érika siempre encontraba cómo saber hacer.

“Sos fiera, Pancha.” Mientras el agua se reía en burbujitas, Érika le secaba unas pelusas sarnosas a la perra y le daba un plato de leche. Fuego, metal y agua, todas las guerras ocurren ahí y Érika estuvo muy feliz cuando la olla gigante empezó a zapatear con el hervor. Aún dudaba del nombre pero fue el único con el que la choca pegó la vuelta. “¡Te la van a pisar los coches! ¿Tu patrón te deja meter un perro en su casa?” Unas calzas plateadas le gritaban en la vereda.  La vecina sí tenía el derecho de pasear con su choco de lana clarita.

“Niña, apuresé. ¡Andrea!”. Abajo de la mesa, Panchita roncaba con la panza hinchada. Arriba, en una de las habitaciones del piso de arriba, cerca de uno de los baños del piso de arriba, el viejo gritaba como siempre. “Vení, nena, dale”. Érika había sacado la cuenta de cuántos litros eran y lamentaba que al hervir se fueran algunas gotas. “Andrea apurate, mierda”.

No, no, soy Érika, don. ¿Cuántos platos de comida salen en este pedazo de olla?

No sé qué decís. Dale apurate.

Le pregunto que cuántas cosas ricas se han cocinado en este olla gigante.

No entiendo, nena, dale sacame esta mierda y vamos a la bañera. Hoy te toca el baño. Eso es lo mejor.

Sí, el baño es lo mejor, es lo mejor.

Érika solo lamentó que los gritos del viejo despertaran a la Panchita.

 

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