El pasado sábado 14 de abril a las 4 AM hora de Damasco, misiles estadounidenses, franceses y británicos golpearon una serie de laboratorios científicos de la capital siria y la ciudad de Homs. El objetivo manifiesto de las fuerzas occidentales consistía en destruir los arsenales químicos del presidente Bashar al-Assad, tras el supuesto ataque con sarín y gas clorhídrico sucedido la semana anterior en la ciudad de Douma. Donald Trump no demoró en anunciar que el ataque había resultado un éxito y felicitar a sus socios bélicos, pero tras pocas horas comenzaron a surgir dudas sobre el alcance y las motivaciones del ataque.
La conquista del desierto
Siria atraviesa su séptimo año consecutivo de guerra civil. Las protestas que se iniciaron en 2011 rápidamente degeneraron en una guerra abierta, en la que numerosas facciones rebeldes apoyadas por terceros países intentan terminar con el gobierno de Assad y el partido Baaz. Durante la etapa inicial de la guerra, las fuerzas rebeldes mantuvieron la iniciativa, a tal punto que en los años 2013-2014 una derrota completa de las tropas gubernamentales parecía certera. En tal caso, Siria hubiera enfrentado un destino similar al que atraviesa Libia tras el asesinato de Muamar Gadafi a mano de paramilitares apoyados por la OTAN en 2011: un estado de anarquía generalizado donde diversos grupos armados compiten por el control de puertos y pozos gasíferos.
Pero el rumbo de la guerra comenzó a cambiar a partir de 2015, cuando Rusia atendió el llamado del gobierno sirio para proveerle apoyo militar. El gobierno de Vladimir Putin comenzó a suministrar apoyo aéreo intensivo a las fuerzas leales sirias, así como asesoramiento militar sobre el terreno. Siria fue la “línea roja” trazada por el gobierno ruso. No permitiría que otro de sus socios estratégicos sucumbiera ante las maniobras pergeñadas por Occidente. Es así como el panorama de los últimos años muestra un ejército sirio revitalizado y que viene ejecutando con éxito una serie de ofensivas que le han permitido recuperar el control de la mayor parte del territorio habitado del país. Ejemplo de esto fue la recaptura de la ciudad de Alepo en 2016. Durante cuatro años, la ciudad fue el mayor símbolo del poder rebelde y actuó como una suerte de capital de facto de la oposición. Su caída fue narrada por los voceros rebeldes y sus socios en la prensa occidental como una catástrofe apocalíptica.
De esta manera el gobierno de Bashar al-Assad, junto con sus aliados rusos, iraníes y del Hezbolá libanés, continuaron avanzando sobre territorio rebelde, ciudad tras ciudad, aldea tras aldea y colina tras colina hasta llegar al punto donde nos encontramos hoy. Fue a principios de este año que las tropas sirias iniciaron el avance sobre Ghouta, la región suburbana que rodea a Damasco por el sur y el este, y el último enclave rebelde significativo en torno a la capital. Para clarificar aún más la situación podemos agregar que en apenas tres meses las fuerzas de Assad fueron capaces de capturar la totalidad de Ghouta a excepción de una de sus secciones: Douma.
Es a partir de este contexto que los hechos subsiguientes parecen inexplicables. ¿Por qué un bando que se encuentra en un buen momento político y militar utilizaría armas químicas contra su propia población civil? Tales acciones pueden ser esperables de parte de una facción desesperada y acorralada, pero no de un ejército que atraviesa tres años de victorias consecutivas y parece estar cerca de darle un cierre a la guerra. La situación parece aún más ridícula teniendo en cuenta que Assad es consciente del costo diplomático que tales acciones acarrean, y que Estados Unidos encuentra en las armas químicas un justificativo delicioso para iniciar acciones bélicas. El pueblo de Irak puede atestiguarlo.
Halcones y palomas
Tal vez la respuesta se encuentre en el campo occidental. Donald Trump no atraviesa un buen momento: su popularidad interna se ha desplomado hasta tal punto que hoy es uno de los presidentes peor valorados de la historia estadounidense. Sumado a esto, desde el año pasado podemos observar que la política aislacionista que había prometido en campaña resulta impracticable. Durante los años de la presidencia de Barack Obama, floreció el uso de formas “indirectas” de operar sobre países enemigos. En la formulación de sus estrategias tuvo una participación preponderante la CIA, y sus métodos giraron en torno al apoyo de milicias rebeldes, la ejecución de “golpes blandos” y ataques aéreos con drones. Hillary Clinton en su rol de Jefa de Estado fue el brazo ejecutor de estas políticas que, como mencionamos, llevaron al desmembramiento de Libia y estuvieron cerca de lograr algo similar en Siria. Por su parte, Trump ha intentado romper con esta vía, pero su aproximación particular a los asuntos globales parece dubitativa y por momentos contradictoria. Más allá de su retórica pretendidamente firme, en la práctica sus acciones se desprenden de la coyuntura y no contienen miramientos a largo plazo. Trump prefiere los golpes de efecto y los bombardeos del pasado sábado fueron precisamente eso.
Otros elementos ayudan a arrojar luz sobre la cuestión. Trump se encuentra arrinconado por las acusaciones en torno a la supuesta interferencia rusa en las elecciones que lo llevaron a la presidencia. El asunto es nebuloso -por no decir ridículo- y sin embargo ha fascinado por completo a buena parte del público estadounidense. La bravata que precedió al bombardeo fue una oportunidad para “distanciarse” de Vladimir Putin, amenazas por Twitter mediante. Pero además de esto, semanas atrás Trump designó a John Bolton como nuevo Consejero de Seguridad Nacional. Bolton es uno de los mayores halcones del Estados Unidos contemporáneo y durante la presidencia de George W. Bush fue uno de los arquitectos de la invasión de Irak. Su designación es leída como un guiño al establishment político y al lobby armamentista, en un momento donde Trump necesita manos amigas con premura. No es casualidad que los hechos que discutimos se desarrollen en paralelo, a pesar de que a principios de abril Trump sugirió que la participación estadounidense en Siria podría terminar pronto.
Algunas conclusiones
Tres hechos producidos inmediatamente después del bombardeo anglo-franco-americano pueden ayudarnos a obtener conclusiones. En primer lugar, la misión de la Organización para la Prohibición de las Armas Químicas, destinada a investigar el supuesto ataque químico sobre Douma, llegó a la zona al día siguiente del bombardeo. Las autoridades estadounidenses eran conscientes de esto y actuaron de cualquier manera, sin importar que aún falte mucho para que exista una definición sobre la autoría del ataque sobre Douma o siquiera si éste se produjo realmente. Segundo, los ataques no fueron efectivos en términos de dañar el aparato militar sirio o siquiera destruir los supuestos arsenales químicos que posee, como señalaron agentes de la inteligencia israelí. Esto refuerza la idea de que el bombardeo consistió básicamente en un simulacro manufacturado para consumo interno de la población estadounidense y para apaciguar la ira de los omnipresentes dioses de la guerra, quienes supervisan el escenario sin importar a qué partido pertenezca el inquilino de la Casa Blanca. Tercero, conviene prestar atención al adjetivo con el que las figuras más importantes de la política y los medios estadounidenses calificaron el desempeño trumpiano: presidencial. Donald Trump, el outsider que no acata los códigos de la política, recibió su bautismo como “presidente serio” atacando a un país subdesarrollado donde desde hace años se desarrolla una catástrofe humanitaria. Mission accomplished.
Foto: Manifestaciones en Damasco tras el ataque estadounidense. Omar Sanadiki/Reuters