El presidente Alberto, sus barcos y los nuestros

La negación, cínica o beata, es uno de los pilares

del patriotismo profesional argentino

David Viñas

Este miércoles 9 de junio, el presidente español Pedro Sánchez fue recibido por su par argentino Alberto Fernández en la Casa Rosada, sede del gobierno nacional en Buenos Aires. En la conferencia de prensa pública que dieron conjuntamente, Fernández cometió un tremendo furcio que se viralizó en segundos en redes sociales y portales mediáticos, llegando a tener incluso repercusión internacional. “Escribió alguna vez Octavio Paz que los mexicanos salieron de los indios, los brasileros salieron de la selva, pero nosotros los argentinos llegamos de los barcos, y eran barcos que venían de Europa, y así construimos nuestra sociedad”, afirmó en tono jocoso tras autodefinirse sin medias tintas como un europeísta.

15 de Junio de 2021

Por Hernán Ouviña*

La frase pronunciada no corresponde en sentido estricto al poeta y Nobel de literatura mexicano (quien, de todas maneras, sí llegó a ironizar acerca de nuestro origen, aludiendo a los barcos), sino que remite a una estrofa textual de una canción escrita y cantada por el músico Litto Nebbia. Pero más allá de este error nimio, que podríamos leer como lapsus, el comentario -para colmo, dicho al actual mandatario de nada menos que el Estado Español- deja traslucir la colonialidad del poder y el vasallaje que estructura la subjetividad de las élites blancas en nuestro continente.

El mito urbano de que descendemos de los barcos -fogoneado por la lumpemburguesía vernácula con ínfulas europeístas- ha sido inoculado al nivel del sentido común en un sector considerable de la población, desde las múltiples instituciones de la sociedad civil que difunden la hegemonía, para “producir como no existentes” a pueblos y comunidades indígenas y afros (categorías éstas que, ya de por sí, refieren necesariamente a una relación colonial), a la vez que sirvió para apuntalar la inestable dominación burguesa, reforzar la matriz productiva capitalista supeditada al mercado mundial y a la división internacional del trabajo, el heteropatriarcado de alta intensidad, la institucionalidad estatal liberal, el racismo y la superexplotación de las clases subalternas.

Es evidente la (re)negación de la existencia -y reexistencia- de diversos pueblos indígenas (los cuales, en rigor, no se denominaban así hasta el momento de la conquista), que aun hoy perduran en lo que es el territorio argentino -a pesar de la acumulación originaria que implicó un verdadero desarraigo y etnocidio, impuesto y sostenido a sangre y fuego durante siglos-, y que constituyen una parte fundamental de la identidad de quienes habitan el país. Si en palabras de Ernest Renan el olvido es un factor de crucial importancia en la construcción de la nación, el presidente argentino hizo alarde de esta máxima en su omisión eurocentrista para congraciar a Pedro Sánchez.

En efecto, lo que hoy se denomina la sociedad argentina, no fue producto de una construcción “armónica”, ni tampoco ella provino de manera exclusiva de flujos inmigratorios voluntarios que arribaron a un territorio o espacio hasta ese entonces vacío (la metáfora del desierto a conquistar militarmente es, en sí mismo, un oxímoron), tal como presumió Alberto en su declaración pública. Antes de este proceso al que aludió -acontecido sobre todo durante la primera mitad del siglo XX-, ocurrieron varios exterminios masivos de poblaciones autóctonas, pero también esclavas, negras, mulatas, pardas, zambas y mestizo/plebeyas en general, que cayeron producto de guerras, epidemias, trabajos y desplazamientos forzados, saqueos, trata de personas, encarcelamientos, deportaciones y fusilamientos, ultrajes y rapiñas, desposesiones, violación y blanqueamientos, aculturaciones y silenciamientos de lo más nefastos, aunque en la mayoría de los casos sin llegar a la completa extinción.

Aquella matriz cultural migratoria, blanca, europea y falsamente universal, de acuerdo al presidente Fernández es la única que nos dota de identidad y amerita ser celebrada. Por el contrario, un ejercicio clave de descolonización epistémica y política implica reconocer que ella estuvo precedida por -y se mixturó, no sin desencuentros, afinidades y violencias varias con- una matriz anterior que, al decir de Carlos Martínez Sarasola en su imprescindible libro Nuestros paisanos los indios, en general es ocultada, cuando no negada.

Desde hace al menos 12 mil años, en lo que hoy es el territorio argentino ha habitado una constelación de pueblos y comunidades de lo más diversa, y si bien resulta dificultoso dar una cifra exacta, al momento de la conquista y colonización de los españoles, la población total ascendía probablemente a más de medio millón. Para sumar complejidad y densidad plurinacional, hay que recordar que, en vísperas de la revolución de mayo de 1810, existían además un porcentaje alto de negros/as y mulatos/as, tanto en Buenos Aires (que durante el siglo XVIII contó con tres mercados de esclavos) como en otras regiones distantes, llegando en ciertas localidades a ser incluso la mayoría de la población.

Como es sabido, una combinación de diferentes dispositivos expropiatorios y factores vinculados con la expansión del capitalismo y la consolidación del Estado, fueron diezmando, blanqueando, asimilando o bien segregando a estos sectores. Si bien involucró un proceso cruento y prolongado donde las clasificaciones y jerarquías raciales cumplieron un papel destacado, 1880 oficia en el caso de Argentina de momento constitutivo, ya que sintetiza la instauración de un poder económico y político que -haciendo alarde de su misión “civilizatoria”- se entrelaza y confluye para apuntalar las relaciones mercantiles, edificar la nación burguesa y defender los intereses terratenientes, desde una perspectiva colonial moderna.

Casi 150 años después, la consigna de “Orden y Progreso” -verdadero eslogan de la élite roquista y de la burguesía triunfalista que acomete la mal llamada Conquista del Desierto y culmina el genocidio indígena, en particular en la Patagonia– vuelve a sobrevolar para justificar en pleno siglo XXI desalojos de recuperación de tierras o despojo de territorios ancestrales, hoy devenidos estancias de empresarios transnacionales, espacios sumidos en el engranaje de los agronegocios y de la especulación inmobiliaria, o bien parques nacionales bajo potestad exclusiva de un Estado que hace oídos sordos a los reclamos de pueblos y comunidades en resistencia.

Finalmente, resulta de una ignorancia supina -o bien un equívoco difícil de enmendar- postular como hizo Alberto que “los brasileños salieron de la selva”. Identifica en primera lugar naturaleza virgen con indígena, a tal punto que éste deviene una parte más del paisaje. Recurrente operación de la colonialidad del poder es la apelación o aggiornamiento del mito del buen salvaje, un bárbaro precisamente en estado de naturaleza, que amerita ser tutelado por su evidente primitivismo. Ambos son, por tanto, cosas o recursos a someter y expoliar, cuerpos-territorios a los que subsumir en el engranaje destructivo del capitaloceno.

La genealogía escueta brindada por el presidente argentino, al mismo tiempo omite la centralidad que sí han tenido los barcos en el caso brasileño, pero de esclavistas y negreros, que trajeron cientos de miles y hasta millones de personas capturadas como animales en tierras africanas, para destinarlas y sentar las bases de lo que hoy es Brasil, mediante un proceso por demás violento que implicó masacres, despojo, explotación extrema, violación sistemática y degradación de la vida a niveles inusitados, pero también resguardo, recreación y aclimatamiento de las culturas y prácticas africanas, en paralelo al entrelazamiento con -y la emergencia de- otras culturas y tradiciones, indígenas, criollas, populares y de carácter (pluri)nacional. No es ocioso recordar que, según datos estadísticos oficiales, actualmente en Brasil más de la mitad de la población se considera negra o parda.

Sería un error interpretar lo dicho por Fernández como un exabrupto involuntario o un yerro sin mayor relevancia. Por supuesto que el lenguaje resulta performativo, más aún en los labios de un presidente. Sus palabras apelaron a un blanqueamiento y tergiversación de la memoria histórica popular y nos retrotraen al racismo más ramplón que destiló Mauricio Macri durante su mandato (quien, por ejemplo, en el Foro Económico Mundial de Davos expresó en un tono idéntico que “en Sudamérica todos somos descendientes de europeos”). Mediante una inversión perversa, el invadido (indígena) troca en invasor (usurpador de tierras), es decir, se lo construye como otredad exterior y ajena a las raíces migratorias blanco-europeas y al sentido de pertenencia que -según Alberto- nos constituye como nación.

Así, los gobiernos pasan, pero el mantra racista perdura. Una narrativa que, por cierto, se encuentra en plena sintonía con otras aseveraciones en medios de prensa y declaraciones públicas de más de una figura pública, ya sea de la oposición o del oficialismo (basta pensar en lo difícil que resulta encontrar diferencias sustanciales entre Patricia Bullrich y Sergio Berni), se evidencia en la apelación a rasgos y diferencias fenotípicas como constructo socio-cultural (por caso, el “color” de piel o la tez morena) que con total desparpajo (d)enuncian periodistas de renombre y celebridades de la televisión para estigmatizar, reafirmar posiciones de privilegio o endiosar a discreción. Pero también, se deja traslucir en iniciativas invariantes de fomento a la inversión productiva vinculadas con el extractivismo y con un imaginario de “progreso”, que equivale a mayor devastación socio-ambiental, instrumentalización de la naturaleza y desarticulación de formas comunitarias de vida social en aras de la radicación de capitales a cualquier precio y del siempre mentado “desarrollo”.

En última instancia, de conjunto, estos discursos y retórica asentados en la colonialidad se enmarcan en un orden cultural dominante y no hacen sino dar cuenta del proyecto de país al que aspira la élite política y empresarial (dentro de la que por supuesto en este punto no hay grieta alguna). Evidencia sus prejuicios y total desconocimiento, o más bien deliberada invisibilización y ninguneo, de las apuestas autogestivas, las tramas de cooperación voluntaria, el autocuidado colectivo y de la propia naturaleza, la espiritualidad y el vínculo con la naturaleza, los embriones de poder popular y autogobierno y la reproducción de la vida desde lo común, que no se supeditan a las lógicas de acumulación capitalista, a la defensa férrea de la propiedad privada y a la temporalidad de las grandes ciudades, y que a pesar del memorial de agravios y los reiterados embates sufridos durante décadas y hasta siglos, todavía persisten a lo largo y ancho de Argentina y de Nuestra América profunda.

Blanco, pragmático, de modales burgueses y proveniente de una familia integrante de la casta judicial, bastante conservador y neoliberal si rascamos un poco en su derrotero político precedente (recordemos que, meses antes de la crisis de 2001, fue candidato a legislador nada menos que en la lista encabezada por Domingo Cavallo), habitante hasta asumir como presidente del privilegiado y clasista barrio de Puerto Madero (toda una metáfora que nos reenvía a los barcos y al centralismo porteño), en más de una ocasión Alberto confesó su completa incomprensión ante ciertos reclamos de trabajadores/as de la economía popular, así como sus reparos y diatribas frente a las resistencias anti-extractivistas que luchan contra la proliferación de zonas de sacrificio y enfrentan el despojo de bienes naturales en diferentes puntos del país. Sin duda, tiende a primar en él en cada uno de estos casos un sentido común e interés de otra clase.

El furcio cometido por él se ubica en las antípodas y a contramano de las acciones directas restitutivas desplegadas por pueblos, naciones, comunidades y movimientos indígenas y afros en las rebeliones que circundan a Abya Yala y al sur global en estos tiempos convulsionados. En ellas, el derribo de monumentos y estatuas de conquistadores y esclavistas ha revitalizado la memoria histórica de larga duración, quebrantando el epistemicidio que han padecido por siglos y dando una radical disputa por los sentidos de una patria que les excluye y discrimina. Una nación homogénea autopercibida blanco y europea, edificada a espaldas del crisol de tradiciones, culturas, lenguas, territorialidades y cosmovivencias visibilizadas en estas luchas emancipatorias latinoamericanas, refractarias a las lógicas de los Estados racistas y la avidez mercantil que, todavía hoy, ejercitan un atroz colonialismo interno, vulneran derechos, segregan, asesinan, saquean, contaminan e invisibilizan a estas abigarradas tramas de convivencialidad, tan variopintas y multicolores como la wiphala.

Fiel a estas bocanadas de aire fresco que hoy se respiran en países como Chile y Colombia al calor de las primeras líneas, los paros activos, las movilizaciones callejeras, asambleas populares, mingas y ollas comunes, por estos días aciagos un barco se encuentra en altamar, viajando en dirección contraria al recorrido que supieron hacer aquellos navíos españoles y portugueses que presumieron descubrir América hace más de cinco siglos atrás. Tripulado en este caso por indígenas de comunidades zapatistas del sur de México, que casualmente sí salieron de la selva (aunque también de las montañas), buscan trastocar el rumbo de una historia que aun no es del todo Historia, conscientes de que la inminencia del colapso planetario torna más urgente que nunca el encuentro de las y los de abajo. Frente a las giras presidenciales y la unidad de las clases dominantes que buscan descargar los costos de esta crisis sistémica echando más nafta al fuego de la necropolítica y la mercantilización de la vida, no queda otra que redoblar la apuesta por la diplomacia de los pueblos desde la trashumancia, la plurinacionalidad y el internacionalismo.

Hay quienes se lanzan a la mar para expandir imperios, masacrar pueblos, devastar la naturaleza y saquear territorios. Y les hay también quienes, como este Escuadrón 421 del EZLN que zarpó el 3 de mayo hacia Europa, lo hacen emulando a los piratas y bucaneros más intrépidos del Atlántico, para combatir al sistema, convidar generosidades y aprender de les otres, cartografiar resistencias y enhebrar rebeldías, desencubrir e impugnar desprecios y acompasar calendarios, desde el hermanamiento con aquellos/as que luchan recreando lo común y sembrando utopías, sin prisa pero sin pausa, frente a una hidra capitalista de mil cabezas que no da de comer ni tampoco de amar.

Para estas locas y locos marineros sin capitán, las luchas que nos precedieron hasta aquí fungen como bitácora fundamental para orientarse en su navegar en medio de esta sinuosa tormenta pandémica. Quizás no se trate tanto de lograr arribar a tierra firme para encallar allí definitivamente, sino más bien, tal como nos enseña el pueblo guaraní, de persistir en la búsqueda de esa tierra sin mal que, lejos de ser un punto fijo de llegada, constituye al igual que la vida misma un caminar incesante.

*Fuente: Desinformémonos. Periodismo desde abajo

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