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POÉTICAS TRABAJADORAS

El Cimbronazo se complace de presentar una nueva columna y no es cualquier columna, es un espacio literario, porque no todos son noticias, porque no todo te pega  desde la crónica periodística, porque nos parece que un un fin de semana se presta para leer algo distinto, algo con lo que te quedes pensando más allá de la realidad que nos abruma, más allá de las estadísticas, las reformas. Relajá que todavía te quedan dos días para saborear estas Poéticas Trabajadoras.

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Por: Beatriz Zuru, Columnista.

 

LA DE LA QUINIELA

Cada vez que mato un bichito de luz y me queda el dedo como con brillo de hadas, así como un raspón de mercurio que me recuerda lo asesina que puedo ser en cualquier descuido; o cuando atravieso un boulevard y la paz de dos segundos me aquieta el pulso para volver al peligro; o cuando el tibiecito de unas fotocopias recién horneadas me dicen viste qué difícil es leer y escribir, bueno si pasa todo eso, que sería bien rara la conjunción, pero si llegara a pasar alguna de esas situaciones, aunque sea separadamente, yo me acuerdo de la chica que atiende la quiniela.

Jamás le jugué a nada en su local. En realidad, no es que fuera “de la chica” el local. No era de ella, suyo, propio, no. Dueña dueña no fue. Y también porque creo que si fuese dueña de algo no sería de una quiniela. Digo yo, capaz sí pero no tiene cara. A lo que voy es que yo no entré nunca a hacer cosas de azar. Sí de juego. Porque todo lo que hacemos es debido al ludismo de nuestra galaxia que es un tópico en el cual me centraré en posteriores columnas y en caso de que no se me permita seguir haciendo mis intervenciones en este medio, haré llegar una carta de lectora de esas que madre mía dirá la-el directora-director. Recapitulando, siempre que entré y ella me atendió fue por algo que era realmente decidido, urgente y estipulado con antelación. Por ejemplo, en el caso de las fotocopias.

Era domingo y yo sí o sí tenía que sacar fotocopias. ¿De qué? No importa. ¡Lo único que falta! Que me ponga a ventilar aquí qué cosas yo fotocopio. Era a fines de la primera década del 2000: podrían ser copias de DNIs para salarios familiares o revistas del corazón con algún galán… no importa. Imaginate si voy a ponerme en tirar datos para que ustedes se configuren un color local… lo que quiero dejar en claro es que la mina salió a penas le toqué el timbre, dejó de hacer sus giladas qué sé yo, agarró las llaves (que las tenía ella aunque el local no fuera de ella propio suyo), cruzó la avenida con veredín al medio y sin prender todas las luces ni abrir mucho las persianas me hizo las copias re de urgencia importantísima que yo necesitaba para ese lunes siguiente a primera hora.

Sí. Ella tuvo ese gesto. Un domingo…

Y como fueron $5,25 que me cobró, me dio alta cosa que se pusiera a esperar que caliente, desabrochar, dar vuelta, sacar y girar la hoja, tirar la que salió como el culo, cuidar que saliera el margen ordenado y sin manchas negras en los bordes (en el detalle me acuerdo el trámite, pero les dejo con la intriga, equisdé).

Entonces, mientras le pasaba unos billetes muy hechos bostas y unas monedas re petes pensé “pucha, esta mina se merece… no sé qué, pero de algo fantástico es merecedora”. Entonces le dije completame los diez con…

– Con esas tarjetitas que raspás y sale una frase linda.

– De esas no me quedan. Tengo de éstas no más por ahora.

– Ay me encantan. ¿Me enseñás?

¡Gracias! Gracias, Chica de la Quiniela. Porque así fue que no jugué sola un domingo a la imprenta, la timba y la escuelita.

 

 

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