POÉTICAS TRABAJADORAS

Nueva entrega de POÉTICAS TRABAJADORAS, abrigate y disfruta.

 

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Por: Betriz Zuru: – Columnista

 

 

Yo de chica dibujaba mucho y confundía las palabras. Ahora, un poco menos

Hoy voy a hablar de la Beatriz de hace muchos años. La Beíta. La cachetona recluida en una soledad bélica, en ruinas que se remodelaba cíclicamente para derrumbarse hasta el hartazgo. Los períodos de entreguerras eran unas minivacaciones donde me instalaban en la casa de mi tía Azucena. Ahí veía novelas de besos y películas de terror. Leía revistas de Luis Miguel y Ricky Martin y hasta aprendí a tejer. Gracias a esos días supe que odio a los galancitos y que lo mejor de la repostería no es batir hasta el calambre sino sentarse a comer. Pero… ahora viene el pero.

Mis primas. Mis primas más grandes que yo y muy flacas y divinas y que sabían de música copada y de ropa. Jugaban un rato a pintarme o me contaban secretos… aquí viene otro pero: solían hacerme víctimas de su sadismo. Por ejemplo, yo dibujaba elefantes. Muchos al día porque jugaba a ser dibujante, no escritora, como juego hoy. Era mi animal preferido. Los hacía en una sola pose: de frente, con las orejas abiertas, la trompa caída y con dos patas majestuosas. Después dibujé osos: mismo formato que el elefante, pero cubierto de pelos y panza blanca.

Es de no creer, sin embargo es cierto: les pareció muy gracioso tildarme de exótica: “niñita agrandada”, “con la crisis económica que hay esta mamerta dibuja un elefante”, “vamos a darle al elefante niñas sanguangas para que estrangule con su trompa”. Una me hizo reír: “Vamos a irnos de safari al Super Vea a cazar elefantes”. Cuando el volumen y la estridencia de la risotada se volvía histérica, sabía que empezaba el dolor del cuerpo. Yo siempre fui gorda, entonces les encantaba pellizcarme, morderme, hacerme cosquillas o cantar una cosa que rimaba con “a pedos inflada”.

De vez en cuando, cuando me largaba a llorar, una de ellas -la que recuerdo con particular dolor, porque desde novios el marido la casca- me abrazaba y me decía que no sea exagerada, que aprenda a aguantarme los chistes. Me decía que hay palabras que parecen feas pero son nada más que palabras. Me decía que si me confundo y digo ceja en vez de decir pestaña, o me dicen tocate el tobillo y me toco el talón, las cosas no cambian, siguen así, como estaban antes de equivocarmelós yo en mi mente. Pero quisiera decirle que se contradijo esa vez cuando dibujé una estrella de mar y mientras las otras primas decían “no hay para comprar pan y la taradúpida quiere una estrellita”, ella le puso patas y pelo largo y decía que se parecía a mí con mi ombligo como rueda de bicicleta.

Así pasaban los días y, o el odio de mis padres se gastaba como tiza, o ya se habrían vuelto a enamorar. Entonces, me subían al colectivo y yo iba re nerviosa porque no quería pasarme de la esquina de mi casa e ir a parar a una villa miseria. Después descubrí que vivía en una villa miseria y que extrañaba y admiraba la blanca y estilizada buenísima onda de las chicas, sus cortopunzantes palabras que me mostraban de a poco la ficción de las cosas.

Hoy, mientras salía del trabajo y pensaba en mis primas me acordé de la nena que vivía en frente de la casa de ellas. Se llamaba Eli y mi tía Azucena no quería que ninguna de nosotras fuéramos a esa casa de meretrices (hace poco aprendí qué es meretriz). La Eli tenía mi misma edad cuando yo dibujaba elefantes, pero no era gorda. Ella cuidaba a sus hermanos mientras su mamá trabajaba. Una vez mi mamá y mi papá, aliados en esto de no mirar de frente la guerra, me retaron y me dijeron que a pesar de los problemas de nuestra familia, debía estar agradecida, porque no tengo que vivir como la Eli, que hasta sabe cómo se hace una mamadera, cómo se prepara un arroz y cómo se lava un inodoro.

Hay nenas que desde que pueden caminar ya son hormigas. Para ellas, y para mi Beíta, son estos párrafos.

 

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